sábado, 27 de septiembre de 2008

Cuento de Chengde (承德)

Hace centenares de años, cuando el calor era insoportable en la capital del Imperio, los emperadores chinos, descendientes directos del Gran Dragón, buscaban refugio fuera de la Gran Muralla. La pequeña ciudad de Chengde se convirtió en el destino turístico preferido por la nobleza, pues allí el fulgor del sol combatía con la frescura de un valle verde bañado por las frías aguas de ríos y lagos.

El Príncipe deseaba visitar también este lugar, por lo que se embarcó en una nueva aventura con sus compañeros guerreros, aunque echó de menos a sus más cercanos amigos, que quedaron protegiendo la Torre de los Guerreros en su ausencia.






Aunque breve, este viaje ofreció de nuevo horizontes claros y un cielo azul limpio, además del aviso de que el invierno se colaba ya por el norte del país cubriendo de gruesas telas las blancas pieles de las hijas del Gran Dragón.

La primera visita fue para un famoso templo budista, llamado con razón "El Pequeño Palacio de Potala", una copia en miniatura de su hermano mayor en el Tíbet. Fue extraño comprobar que no había monjes budistas por los alrededores, pero a nadie sorprendió el hecho de que bajo cada representación de Buda se encontrara un vendedor de pulseras, collares e incienso. En un bello entorno, bajo un falso misticismo, un pequeño cachorro jugueteaba indiferente con visitantes de distintas religiones, culturas y lenguas, pues su primitivo entendimiento animal o su corta experiencia en la vida no despertaban en él la desconfianza y el odio ante lo diferente.


La tarde aguardaba una sorpresa. Los guerreros se vieron obligados a participar en un frío intercambio cultural, ya que, como si de valiosas presas se tratara, fueron rodeados por masas de estudiantes universitarios hijos del Gran Dragón, con los que debían pasar unas largas horas de charla "improvisada" hasta el ocaso. Los más afortunados hicieron gala de su maestría manejando la afilada lengua del Dragón con personas interesantes e interesadas en lo que pasaba más allá de sus fronteras, el resto se conformaba con no caer presas del sueño ante tan insípidas y soporíferas conversaciones. Sin embargo, la noche deparaba aún más sorpresas, y los invitados extranjeros fueron agasajados con largas actuaciones, más o menos entretenidas.





De vuelta ya en su refugio, el Príncipe y sus compañeros descansaron a salvo entre lujosas sábanas de algodón y blancas bañeras occidentales, no habían pagado con dinero estas comodidades pero sí con su tiempo y paciencia.

Al amanecer, un frío intenso vino a recibirles a la puerta de su alojamiento y a advertirles que pronto se verían más a menudo en la cenicienta Beijing.

Esa mañana visitaron la residencia estival del Emperador y gozaron con las vistas de una naturaleza creada artificialmente para deleite de los más poderosos, pues el salvaje transcurrir de un río o el tranquilo mecer de las ramas tampoco escapaban a su control. Ni siquiera el valiente Bambi...






Al mediodía, los guerreros saciaron su apetito con un banquete amenizado por un típico espectáculo para turistas. Así llegaron al final de su aventura, a la que sólo le quedaban unas cinco horas de autobús y una Beijing maldita por eternos atascos.

martes, 16 de septiembre de 2008

Cuento de los Diez Embarcaderos (十渡)


Cuenta la leyenda que un grupo de jóvenes caballeros y una bella dama decidieron una mañana escapar de la gris ciudad y adentrarse en la salvaje naturaleza.

Nadie les advirtió de que su camino sería largo y muy duro. Desde el comienzo, el mágico número 917, aquel que debía conducirlos hasta su destino, se dividió entre siete y confundió a los viajeros, que buscaban desconcertados el verdadero carruaje que los llevaría a las montañas. Los empujones, el desorden y la mala educación fueron sus estrellas guía, pues cuanto más se acercaban, más paciencia debían acumular.

El encantamiento que prometía una naturaleza salvaje desapareció en el mismo instante en el que los hijos del Gran Dragón intentaron seducir a los guerreros con sus palabras y embaucarles con sus trucos. Se adivinaban unos parajes dominados por el descontrol del Gran Dragón.




Shidu, la tierra de los diez embarcaderos, estaba atravesada por un río serpenteante a los pies de sugerentes montañas. Los distintos riachuelos jugueteaban traviesos, entrelazándose y saltando entre las rocas a su antojo, hasta alcanzar un río de poca profundidad y aguas turbias. La frescura de las cascadas aliviaba el sofocante calor del escalador y la pendiente de las montañas purificaba el aire de los pulmones con una agitada respiración.




Sin embargo, la salvaje naturaleza se veía domesticada por la garra capitalista del Gran Dragón, y cada sombra, rincón u orilla frescos estaban salpicados por pequeñas tiendas, donde ávidos comerciantes suspiraban por los tesoros de los peregrinos. Los guías ofrecían sus servicios y transporte por unas cuantas monedas, y la astucia de los caballeros resultó decisiva para no acabar con sus reservas de oro en poco tiempo.

Poco quedaba ya puro, pues la varita de la modernidad había transformado la belleza natural en un maquillaje lucrativo. Sólo una mujer moliendo maíz, unos juncos flotando sobre el río o un insecto suplicante osaban plantar cara a las arenas del tiempo.

Por fortuna, existen mil hechizos para evitar que esos granos de arena nos nublen la vista.

martes, 9 de septiembre de 2008

Érase una vez... II

Y el Príncipe llegó de nuevo al Reino del Gran Dragón.

Un largo viaje, con sólo la compañía de los recuerdos y continuos dejavus bañados en un sueño inquieto, es capaz de acabar con la energía y ánimos de cualquier caballero, por mucho mundo que haya recorrido y muchas despedidas que haya tenido que soportar. Sin embargo, los amigos -familia- del Príncipe, aquellos que aún permanecerán en el Reino del Gran Dragón durante otro año, están en el aeropuerto esperándolo para darle una calurosa bienvenida y recordarle que todavía quedan muchas aventuras para este cuento. Empieza un nuevo día gris en la capital del Imperio repleto de trámites y mudanzas, pero el Historiador Jaime está a su lado para ayudarle en todo lo posible.

La Torre de los Guerreros no ha cambiado en absoluto, a excepción de un par de detalles: las hijas del Gran Dragón parecen haber aprendido otra lengua y un hechizo, de permanencia dudosa, protege las habitaciones de los guerreros contra los seres inmundos que habitan el subsuelo, las cucarachas. La nueva cámara principesca es idéntica a la interior, salvo por las vistas, y promete convertirse en un hogar en unas semanas.


La instrucción en el dominio de la lengua del Gran Dragón ya ha dado comienzo. Los compañeros del Príncipe proceden en su totalidad del más lejano Oriente, de allí donde nace el sol, y son mucho más diestros que él manejando sus armas. Vistos como rivales, la competición promete ser dura pero, como maestros, ofrecen muchas posibilidades de aprender. Las clases exigirán mucho esfuerzo y no habrá demasiado tiempo para el descanso.

Las más grandes batallas se avecinan. Los viejos guerreros son menos, nuevos ejércitos llegan guiados por el Hada del Destino ICO, el Gran Dragón afila sus garras... Menos mal que aún se conservan los buenos hábitos y nunca faltan los mejores banquetes en este Reino, gracias a un estupendo cocinero y pinches y a la gentileza del Sabio Rafa que, acompañado de la alegre Mireia, ha obsequiado a sus compañeros con la mejor carne de su Reino natal.


sábado, 6 de septiembre de 2008

Cuento del Último Vals


Los fuegos artificiales de San Bartolomé trajeron con ellos a dos caballeros del vecino Reino de Mallorca: a Lluís, el compañero del Príncipe en el Reino del Gran Dragón, y a Pablo, cuyos orígenes se contarán con más detalle junto a la historia de las Tres Princesas aún pendiente.

Acompañado de la bella doncella Sonia, el Príncipe acudió en su carruaje a recoger a este par de nobles vecinos procedentes de la gran capital de los reinos de Baleares. Su objetivo estaba claro: debían quedar hechizados por la magia de la Isla Blanca, sus ojos debían contemplar sin pestañear bellezas sin fin, sus paladares debían degustar los más exquisitos manjares ibicencos y sus pieles debían ser acariciadas por las suaves olas y los fogosos dedos del sol.

La noche del 24 de agosto, Sant Antoni de Portmany celebra su fiesta grande con una gran exhibición pirotécnica, que pocos osan menospreciar. Así pues, tras una apacible cena en unos perfumados jardines y después de explicarle al cocinero las faltas de sus platos, los invitados junto con Maite, Alicia y Sonia (las Tres Princesas) y el Príncipe acudieron a la playa para contemplar los fuegos de los magos más intrépidos mientras el mar los imitaba celoso. Los festejos, antaño tan animados, quedaron gravemente deslucidos por la jornada laboral del día siguiente. Sin embargo, las jóvenes Elena y Jess tampoco pudieron resistir la tentación de pasar un rato danzando, más bien en vacíos salones, al son de la música.

Una corta noche, donde el tiempo pareció robar un par de horas, dejó paso a un sol radiante. Un viejo pescador, don Bigotis, les preparó una deliciosa parrillada de pescado mientras el murmullo de las aguas embelesó sus sentidos. Desafortunadamente, la pequeña cala cercana había sido maldita con una plaga de pequeños seres de picadura molesta. No obstante, la sabia Sonia nos guió a través de un arenoso desierto hasta un bello oasis, un rincón con pocos visitantes, una cala de tranquilidad incomparable donde el cuarteto deseó permanecer eternamente. El Príncipe comprobó de nuevo que la suerte no acude a su encuentro con las apuestas, pero pocos saben que la fortuna le sonríe constantemente. Una puesta de sol algo acelerada, las visitas a los padres de su anfitrión y un banquete de carne en una antigua casa pagesa fueron el preludio a una noche bañada en licores mejicanos…

Y de nuevo la luna abandonó a las estrellas a su suerte antes de lo deseado, y el cielo azul devoró sus destellos sin piedad. Una cala algo apartada y de difícil acceso refrescó a los asfixiados jinetes, que disfrutaron de juegos a la orilla del mar o simplemente durmieron a la sombra de una torreta. Al mediodía, todos disfrutaron de la especialidad de la isla, ‘bullit de peix’ y ‘arròs a banda’, aconsejados por la experta Sonia otra vez. Aquella tarde visitaron un lugar encantado, con vistas a los islotes de Es Vedrà y Es Vedranell, donde una atmósfera romántica nubló sus mentes con aromas de loca adolescencia. Suerte que pudieron escapar a tiempo, ¿quién sabe qué hubiera pasado si llegan a respirar durante unos minutos más aquel aire embrujado? Desde las antiguas murallas que protegieron la ciudad de Ibiza, divisaron el fin del día, el ocaso, la partida.


¡Cómo cuesta decir adiós a dos amigos! ¡Cuánto cuesta calcular las horas hasta el reencuentro! ¿Por qué me siento incompleto tras estos momentos fugaces?

¡Volved!