Hace centenares de años, cuando el calor era insoportable en la capital del Imperio, los emperadores chinos, descendientes directos del Gran Dragón, buscaban refugio fuera de la Gran Muralla. La pequeña ciudad de Chengde se convirtió en el destino turístico preferido por la nobleza, pues allí el fulgor del sol combatía con la frescura de un valle verde bañado por las frías aguas de ríos y lagos.
El Príncipe deseaba visitar también este lugar, por lo que se embarcó en una nueva aventura con sus compañeros guerreros, aunque echó de menos a sus más cercanos amigos, que quedaron protegiendo la Torre de los Guerreros en su ausencia.
Aunque breve, este viaje ofreció de nuevo horizontes claros y un cielo azul limpio, además del aviso de que el invierno se colaba ya por el norte del país cubriendo de gruesas telas las blancas pieles de las hijas del Gran Dragón.
La primera visita fue para un famoso templo budista, llamado con razón "El Pequeño Palacio de Potala", una copia en miniatura de su hermano mayor en el Tíbet. Fue extraño comprobar que no había monjes budistas por los alrededores, pero a nadie sorprendió el hecho de que bajo cada representación de Buda se encontrara un vendedor de pulseras, collares e incienso. En un bello entorno, bajo un falso misticismo, un pequeño cachorro jugueteaba indiferente con visitantes de distintas religiones, culturas y lenguas, pues su primitivo entendimiento animal o su corta experiencia en la vida no despertaban en él la desconfianza y el odio ante lo diferente.
La tarde aguardaba una sorpresa. Los guerreros se vieron obligados a participar en un frío intercambio cultural, ya que, como si de valiosas presas se tratara, fueron rodeados por masas de estudiantes universitarios hijos del Gran Dragón, con los que debían pasar unas largas horas de charla "improvisada" hasta el ocaso. Los más afortunados hicieron gala de su maestría manejando la afilada lengua del Dragón con personas interesantes e interesadas en lo que pasaba más allá de sus fronteras, el resto se conformaba con no caer presas del sueño ante tan insípidas y soporíferas conversaciones. Sin embargo, la noche deparaba aún más sorpresas, y los invitados extranjeros fueron agasajados con largas actuaciones, más o menos entretenidas.
De vuelta ya en su refugio, el Príncipe y sus compañeros descansaron a salvo entre lujosas sábanas de algodón y blancas bañeras occidentales, no habían pagado con dinero estas comodidades pero sí con su tiempo y paciencia.
Al amanecer, un frío intenso vino a recibirles a la puerta de su alojamiento y a advertirles que pronto se verían más a menudo en la cenicienta Beijing.
Esa mañana visitaron la residencia estival del Emperador y gozaron con las vistas de una naturaleza creada artificialmente para deleite de los más poderosos, pues el salvaje transcurrir de un río o el tranquilo mecer de las ramas tampoco escapaban a su control. Ni siquiera el valiente Bambi...
Al mediodía, los guerreros saciaron su apetito con un banquete amenizado por un típico espectáculo para turistas. Así llegaron al final de su aventura, a la que sólo le quedaban unas cinco horas de autobús y una Beijing maldita por eternos atascos.