La tarde aguardaba una sorpresa. Los guerreros se vieron obligados a participar en un frío intercambio cultural, ya que, como si de valiosas presas se tratara, fueron rodeados por masas de estudiantes universitarios hijos del Gran Dragón, con los que debían pasar unas largas horas de charla "improvisada" hasta el ocaso. Los más afortunados hicieron gala de su maestría manejando la afilada lengua del Dragón con personas interesantes e interesadas en lo que pasaba más allá de sus fronteras, el resto se conformaba con no caer presas del sueño ante tan insípidas y soporíferas conversaciones. Sin embargo, la noche deparaba aún más sorpresas, y los invitados extranjeros fueron agasajados con largas actuaciones, más o menos entretenidas.
De vuelta ya en su refugio, el Príncipe y sus compañeros descansaron a salvo entre lujosas sábanas de algodón y blancas bañeras occidentales, no habían pagado con dinero estas comodidades pero sí con su tiempo y paciencia.
Al amanecer, un frío intenso vino a recibirles a la puerta de su alojamiento y a advertirles que pronto se verían más a menudo en la cenicienta Beijing.
Esa mañana visitaron la residencia estival del Emperador y gozaron con las vistas de una naturaleza creada artificialmente para deleite de los más poderosos, pues el salvaje transcurrir de un río o el tranquilo mecer de las ramas tampoco escapaban a su control. Ni siquiera el valiente Bambi...
Al mediodía, los guerreros saciaron su apetito con un banquete amenizado por un típico espectáculo para turistas. Así llegaron al final de su aventura, a la que sólo le quedaban unas cinco horas de autobús y una Beijing maldita por eternos atascos.