Como cuento en la entrada de más abajo, los occidentales estamos demasiado acostumbrados a seguir unos horarios concretos en lugares específicos, en lo que a castillos de fuegos artificiales se refiere. Eso es lo que esperamos durante un año entero y eso es lo que queremos, cualquier cosa distinta es rechazada.
En mi caso particular, he crecido esperando la noche de San Bartolomé, 24 de agosto, cuando mi pueblo celebra sus fiestas de verano. Cada año, a las 12 de la medianoche (si la lluvia lo permite) y desde Sa Punta des Molí, se lanzan decenas de palmeras de color al cielo, cientos de cohetes luminosos atraviesan las nubes, las aguas de la bahía no bastan para reflejar unos rayos de ilusión tan efímeros, el eco de las montañas retumba en nuestros pechos, el tiempo se detiene para contemplar 20 escasos minutos de este momento tan esperado.
Ayer me di cuenta de algo. ¿Y si me estoy equivocando?
Anoche los humildes petardos y cohetes lanzados desde el patio o la calle más sucia por un chino, que gastó gran parte de sus ahorros en esos rayos de ilusión, me parecieron vulgares, ordinarios, normales... No contemplaba su brillo ni dejaba entrar en mí la fuerza de su estruendo. Sólo veía el peligro de acercarse demasiado.
A las 12 todo cambió. No eran las vulgares tracas de una calle, no eran los petardos baratos de un vecindario, no eran las bengalas ordinarias de un barrio, no eran las normales palmeras de fuego de un distrito. Era todo: era la ciudad y el hutong, era la chispa y el rayo, era el caos y la armonía, era el uno y el "todos". Me sentí abrumado, me sentí rodeado, sentí miedo y curiosidad, simplemente me sentí bien.
El perfecto castillo de fuegos artificiales organizado por el ayuntamiento de San Antonio un 24 de agosto a las 12 de la medianoche en la bahía está bien para impresionar a los niños. Pero ya es hora de crecer. Es hora de hacerse un hombre, de que sea mi mano la que encienda la mecha de un vulgar cohete comprado en el maltrecho tenderete de la esquina. Tal vez su luz no ilumine un imperio ni su estruendo enmudezca cien cañones, pero si su brillo alumbra mi corazón y su sonido palpita en mi interior, ¿qué más puedo pedir?
Ayer recordé una escena de la película de Disney Aladín, cuando Jasmin y él acaban de cantar Un Mundo Ideal y se sientan a contemplar los fuegos artificiales desde un tejado chino (la Ciudad Prohibida?). Sin lámpara mágica ni alfombra voladora, he conseguido meterme en su piel, a falta de otro pequeño detalle...
Los cuentos sí pueden hacerse realidad, aunque no al pie de la letra. Y quien lo dude, que comience a leer.
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