domingo, 20 de enero de 2008

Cuento sobre Hong Kong (1r. día)

Faltaban un par de horas para que amaneciera y la temperatura se mantenía bajo cero; entonces, Luis y yo salimos de la residencia hacia el aeropuerto. Cogimos un taxi en la puerta, cuyo conductor dormía apaciblemente y a punto estuvo de no llevarnos... Pero el aeropuerto está lejos, y se iba a ganar casi un centenar de yuanes. Fue rápido y, al ser de noche aún, sustituyó los molestos pitidos por las luces largas para apartar de su camino a los vehículos más lentos. Además, nos amenizó el viaje con una serenata o maullidos desafinados.

Desayunamos en el aeropuerto y poco antes de las 8 de la mañana embarcamos. Sin embargo, estuvimos casi una hora parados en el avión, que obviamente se retrasó en el despegue. En este tiempo, me adormilé y cuando desperté, aún en la pista, el avión estaba todo mojado y lleno de espuma. ¿Tenían que limpiarlo antes de salir?

Tras tres horas de vuelo, donde nos sirvieron la comida a las 10 de la mañana!!, aterrizamos en el aeropuerto de Shenzhen. Decidimos coger el ferry que hay junto al aeropuerto para hacer nuestra entrada triunfal en Hong Kong. Menos mal que Luis no tiene vergüenza alguna y prefiere preguntar antes de mirar un mapa, a diferencia de otros que sólo nos fiamos de nuestra orientación, y muy pronto llegamos al puerto. Volví a sentir la brisa del mar y el olor marino, aunque el agua estaba algo turbia. Noté de nuevo el mecer de las olas al viajar en barco. ¡Qué agradable sensación!

¡Y por fin Hong Kong! Los trámites de salida de China y entrada en Hong Kong nos retrasaron un poco, pero los controles de inmigración son así. Cogimos un taxi para llegar a la casa de huéspedes, y Luis, el gran conversador, empezó a hablar con el taxista medio en inglés medio en mandarín, pese a que los hongkoneses tienen menos idea de este idioma que nosotros mismos. El simpático conductor nos llevó hasta la puerta del hostal. Otra vez empezaba a albergar dentro de mí la sensación de seguridad y confianza del mundo occidental, donde no intentan timarte por las esquinas.

La propietaria del diminuto hostal (7 habitaciones), una mujer mayor llamada Betty Chang, nos recibió muy amablemente y hablando un inglés más que aceptable. Eso sí, se paga por adelantado: 31 euros la noche por una habitación doble con baño. No está mal teniendo en cuenta que estábamos muy bien situados. La habitación era totalmente rosa: cortinas, sábanas, edredón, azulejos... y las pequeñas camas no bastaban para el metro noventa de Luis, cuyos pies asomaban por fuera del colchón. Teníamos una mini tele y un cuarto de baño tan grande como un armario. Ni decir tengo que nos duchábamos sentados en el váter, mojando el lavabo y encharcando el suelo. Sin embargo, era un lugar muy limpio, nos cambiaban las toallas cada día y nos hacían las camas. Era realmente acogedor.

Después de instalarnos, salimos a comer algo...una hamburguesa del McDonald's. Subimos en tranvía para ir al centro y ver los rascacielos más emblemáticos de la ciudad. La temperatura era fresca, unos 14 grados, pero un paraíso en comparación con Beijing. Pasamos esa tarde mirando tiendas y finalmente me compré una moderna cámara digital verde pistacho de Sony. Me costó alrededor de 260 euros, cuando en España está a 314 euros (precio FNAC). Como tenía problemas con la visa, tuve que ir a sacar dinero, y el dependiente me escoltó hasta el banco y me llevó de vuelta a su tienda, no me fuera a escapar.


Al anochecer, nos acercamos hasta la bahía para contemplar las vistas. Todo era luz y color, los edificios estaban iluminados por centenares de focos y lásers. Al volver al hostal, cogimos el metro. Se veían muchos occidentales, alguno incluso saludó a Luis, sin conocerlo de nada. Lo gracioso vino cuando una chica medio americana se puso a hablar con nosotros...tanta simpatía resultaba extraña... En efecto, era una misionera de la orden de Jesús y los Santos Inmortales (o algo así), que muy cortésmente nos invitó a acudir a alguna misa y le entregó una tarjeta a Luis. ¡Qué buen ojo el suyo! Cuando me preguntó si iba a misa, le negué con la cabeza, a lo que respondió con un "¿qué diría tu madre?". Opté por callarme, pues mi madre no le daría la razón en la vida...

Ya en nuestra habitación, programamos el día siguiente y nos fuimos a dormir. Dulces sueños y hasta mañana.

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